La había visto. Había contemplado su avance lento desde la ventana. Desapareció por debajo de la alfombra.
Levantó
los pies del suelo y se cubrió hasta el cuello con la manta. Ahora no
la podía ver, pero sabía que seguía en el mismo sitio. Una araña no
podía trepar hasta el colchón. ¿O sí?...
Estaba cansado.
Se frotó los ojos, que le escocían de fatiga. Se negaba a cerrarlos. No
podía dormir sabiendo que aquel espantoso animal aguardaba paciente en
algún rincón en penumbra. ¿Y si decidía escalar por su pierna en plena
noche, mientras soñaba plácidamente? Se ovilló bajo las sábanas. ¿Y si
se despertaba con un animal de ocho patas por dentro de la chaqueta del
pijama?...
Su cerebro se había puesto a trabajar a una velocidad pasmosa, buscando soluciones e hilvanando probabilidades.
El
insecticida era una buena opción, pero conllevaba salir del dormitorio y
darle la espalda a la araña. No quería proporcionarle la oportunidad de
campar a sus anchas hasta encontrar un nuevo escondrijo. Tampoco
entraba en sus planes arrodillarse junto a la cama y sacar al bicho con
sus propias manos.
Podía llamar a su padre, que
solucionaría el problema sin alterarse, pero para eso –la opción de
salir del cuarto ya había quedado descartada- tenía que gritar… sus
hermanos se reirían de él si descubrían la causa de su miedo. No le
quedaba otra alternativa más que vigilar los movimientos del arácnido y
mantenerlo a raya para que no subiera a la cama.
Un
cosquilleo en una pantorrilla lo paralizó. Se quedó muy quieto, notando
el picor que avanzaba por la pierna. El pánico le erizó el vello de la
nuca. Podía escuchar con claridad la sangre batiéndole en las sienes y
tuvo que hacer un esfuerzo por acordarse de respirar. Su atención estaba
centrada en el hormigueo que marchaba desde la rodilla hasta el muslo.
Era inconfundible. La araña había eludido la vigilancia y se había
colado entre su piel y la ropa.
El sudor le empapó la
frente. Se agarraba con fuerza a la manta con todos los músculos del
cuerpo tensos como cuerdas de guitarra. Debía permanecer inmóvil si no
quería recibir una picadura. Se mordió el labio inferior. El animal
había alcanzado su tripa. Se movía a un ritmo constante. El roce de sus
ocho patas le revolvía el estómago y las náuseas se sumaban al
desasosiego. Ya estaba en su pecho. Jadeó de ansiedad. ¡No podía
retrasar mucho más tiempo el salir de la cama de un salto!
Apartó
las sábanas con precaución, procurando no hacer ningún movimiento
brusco. Le temblaban los brazos. Levantó el cuello del pijama y abrió la
boca para gritar, pero el alarido se le congeló antes de llegar a la
garganta.
Por el ángulo del ojo vio algo que se movía en
el vano de la ventana. Era la araña, que se iba por el mismo lugar por
el que había venido.
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